lunes, 2 de septiembre de 2019

LA HISTORIA DEL PRINCIPE Y EL CORCEL.


LA HISTORIA DEL PRINCIPE Y EL CORCEL.

Había una vez un rey que tenía cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Bueno, había tenido también otra hija más, pero de pequeñita murió y contó poco para la historia, pues no creó competencia.
El Rey, que había llegado a serlo, no por herencia sino por su inteligencia, por su valor y por su firmeza a la hora de derrotar a sus enemigos. Amaba a su familia de forma sin igual y todo lo que hacía era por ellos, aunque, al hacerlo a través de sus valores, no era comprendido. Valores, estos, que le habían hecho llegar a donde estaba.
Él había sido hijo de un hombre parco en palabras, pero firme y muy honesto y justo. Y de una mujer nerviosa, de carácter fuerte y dominante, a la que el Rey amaba en desmesura. De ambos aprendió e integró sus cualidades y junto con su propia herencia psicológica forjó su carácter. Carácter que lo definía como hombre de una fuerte personalidad. Usaba pocas palabras, las justas y con el tono necesario en cada una de ellas, para hacer de éstas su principal arma y para conseguir sus propósitos en cualquier momento. Tenía el don del mando.   ¿Que era un hombre que no hablaba mucho?, claro que si hablaba y en demasía: con los amigos, los clientes a que convencía en los razonamientos de sus tratos y contando sus historias a todo el que estuviese un poco dispuesto a escucharlo. Pero no con su familia. Con su familia era de forma diferente, la trataba de forma firme y contundente, pues él creía que los sentimientos no se expresan porque ello es signo de debilidad, y creía que el que se muestra débil está perdido.  Y, con la imposición de sus valores, a ellos, trataba de enseñarles aquello que a él le había hecho progresar. ¿Que no había otra forma de comunicación más amorosa?, también es verdad, pero él solo conocía lo que había descubierto por si solo y le había aportado beneficio para sobrevivir y sobresalir. Valoraba al que se hacia respetar y literalmente machacaba al que se humillaba y al deshonesto.
El primer fruto de su joven matrimonio con una mujer algo mayor que él, fue una niña a la que le puso el nombre de su madre, o tal vez fue la propia madre la que así lo decidió. Niña que al ir creciendo y como es usual en estos casos en que el primogénito es hembra, por la presión subliminar de la cultura, desarrolló en parte el carácter propio del varón que debía haber sido por ser la mayor, y su carácter fue fuerte y también maternal, masculino y femenino. Pero también muy hábil por su inteligencia heredada; consiguiendo imponer sus deseos y santa voluntad en el clan familiar. A parte del mandar, la verdad es que la historia no le concedió mucha fortuna, ni los hados estuvieron de su parte, y al quedar dramáticamente sin su compañero, fiel reflejo de su padre el Rey, y sin descendencia, hubo de acercarse a su padre y contentarse con sus sobrinos, ambos como sucedáneos de lo que la naturaleza le debía haber ofrecido en justo reparto. Pero la naturaleza no siempre es justa o al menos no comprendemos bien sus normas y leyes ocultas.

Con el fin de conocer más el entorno familiar del joven príncipe, que es la principal figura de esta historia, antes hablaremos del hijo tercero del Rey, que también fue varón. Pegado siempre a las faldas de su madre como protección natural ante el fuerte carácter de su padre. Fue creciendo hábil y manipulador, ambicioso, vengativo y sobre todo envidioso de su hermano mayor, como les suele ocurrir siempre por su inevitable suerte a todos los segundones. Vivió siempre en la sombra, como se dice, pues conseguía siempre lo que quería de forma retorcida, no dando nunca la cara y usando a los demás para que le resolviesen sus asuntos y ejecutasen sus venganzas.


La hija menor, la pequeña princesita, cogió el papel propio de su condición, era débil, enfermiza y caprichosa. Aunque débil no lo eran tanto, como no lo eran ninguno de sus hermanos, sino que cada cual eligió en su tierna infancia una forma distinta de defensa. Ella la de la víctima, el otro la sutileza, la otra la dualidad entre su condición femenina y el fuerte carácter. Y el joven príncipe: tierno en su infancia como cualquier humano, cogió el papel del duro, del mayor; y del que, aunque no lo era, debía parecerlo.  Creció más deprisa de lo que debiera, pero no maduró. Pues no se madura con los años sino con a comprensión. Don Quijote lo hizo, al final, ya viejo, poco antes de morir y le fue suficiente, aunque más le hubiese valido haber comprendido antes. Claro que también hay quien ni siquiera lo consigue en una vida y tiene que esperar a hacerlo en alguna de las siguientes reencarnaciones, repitiendo así su malograda estancia terrenal múltiples veces.

El príncipe Frasquito, que así le llamaban, había heredado el nombre de su otro abuelo, el materno, que era persona sencilla; quien no llegó a ser más que un humilde carpintero y que no creó linaje, pero si le transmitió a su tocayo-nieto parte de su buen carácter, y la cualidad de la sensibilidad artesanal, aunque las circunstancias ambientales le forzaron a caer lo antagónico. Y fue creciendo en una terrible dualidad. Su parte tierna, amorosa y sensible se fue ocultando y atrofiando bajo una coraza de dureza y responsabilidad. Y el trabajo se convirtió en su principal bandera. El tenía que ser más que su padre, a quien tenía que demostrarle que era un niño obediente y cumplidor y digno de su cariño. Cariño, que tanto deseaba y necesitaba. Pero ante la rigidez y el temor fue creciendo entre el amor y el odio. Términos opuestos, de los que se puede pasar fácilmente del uno al otro, pues donde hay mucho del segundo es porque también lo hay del primero, Y no queriendo reconocer la carencia del amor, por considerar esto, cosa de seres débiles y no propio de su obligada condición varonil, vivió siempre con el problema de la falta y la desesperación.

Pero ahora hablemos del corcel. Era un noble animal con los instintos propios de los de su raza: el escapar y el ser libre. Y el príncipe lo adoraba, pues en él tenía su compañero y representaba por identificación las partes ocultas de su ser: amor, ansias de libertad y lealtad. Cualidad, esta última, que como en casi todos los caballos es debido, más al miedo al castigo infligido por el amo, que a otra cosa.


Un día su necesidad de libertad fue tan fuerte que rompió las ataduras y trotó por los campos, por los dorados trigales, feliz y contento y en plenitud, sin saber que estos trigales eran el sustento del clan familiar. Cosa natural para un animal que se rige solo por los instintos, y esto no puede saberlo. Y el Rey se enfadó muchísimo y reprendió fuertemente al príncipe por la conducta de su preferido, culpándolo del daño que se había ocasionado. O tal vez no fueron tan así los hechos, pero lo cierto es que el príncipe descargó la energía de su rabia y su creciente odio contra el noble animal, y lo golpeó una y otra vez por haberle hecho perder el amor de su padre, más que por los daños económicos producidos en su libre retozar; y se le fue encendiendo la sangre y perdiendo el control hasta que acabó con él, a golpes. Y en cada golpe era al rey al que golpeaba y era a él mismo y era a su libertad y era a su parte sensible, que murieron todas juntas o se hicieron invisibles. Y se le creó una gran culpabilidad, y el demonio del odio fue introduciéndose en su corazón sin él saberlo y se fue amargando la vida y culpando a los demás de sus infortunios. Y por esta causa o por otras similares creó un pacto que él solo firmó, donde prometió no salir de la casa paterna hasta que el rey no muriese, y así lo cumplió, coartando su propia libertad. Y durante ese largo período aguantó reales humillaciones que aumentaron sus odios y que le impedían ver que solo eran provocaciones para hacerle saltar y forzarle a que se liberarse por si solo. Y, las situaciones se hicieron repetitivas, como suele ocurrir en los seres inconscientes y en la mayoría de los humanos que también lo son. Y se amargó la existencia, negándose a tener descendencia para así romper la cadena generacional. Y queriendo castigar al padre se castigó él mismo. Y vivió siempre en la dualidad entre el amor y el odio, ambos inconscientes. Y se juntó con aquellos que potenciaban más lo segundo que lo primero, porque también ellos vivían en igual estado, y para su desgracia se le acercaron también para sacar partido de él, pues como no lo amaban lo usaron de verdugo. Y él cogió el papel del ejecutor. Y se fue haciendo cada vez más duro exteriormente y negando más su parte tierna interior. Y más y más inconsciente de su verdadero problema. Y él siguió siendo el trabajador incansable para satisfacer a su padre. Y cuando el cuerpo le pedía juerga o placer la conseguía siempre a escondidas y con un terrible complejo de culpabilidad.

Y se buscó una compañera, con los mismos demonios internos alojados en su interior, pues solo con una persona igual podía congeniar. Ella que no era una princesa como él, sino plebeya de humilde condición, ambiciosa, pero muy hábil y paciente, alimentó y aumentó su inconsciente odio, y ambos se potenciaron,  Y cuando entró en el reino fue rompiendo poco a poco las uniones que la sangre establece, creando divisiones, aleaciones ocultas, manipulaciones a través de falsas promesas, aunque ella también se amargase su vida, Y aunque vivieron primero, por un tiempo, el morbo de la clandestinidad no vivieron felices, ni comieron perdices como suele ocurrir en las historias de príncipes. Pues en su inconsciencia e incultura, ni pidieron ayuda, ni nunca supieron que los demonios de los celos, el odio y la venganza, son seres malignos que se alojan dentro de las personas, pero que no son las personas, y que pueden ser expulsados consiguiendo la verdadera libertad del ser humano. Pero que estos demonios son tan hábiles que a las propias personas portadoras pasan desapercibidos; pero no así a los que tienen el conocimiento.
Y ella le hizo que solo viese por sus ojos. Y él, ciego por el miedo a la soledad y su oculto y reforzado odio, pensaba que ella lo amaba y le daba el cariño que desde pequeño tanto necesitaba.

Y el tiempo y la vida del príncipe fueron pasando y la dualidad manteniéndose. Fue condenando en los demás cualquier expresión de sensibilidad, como la artesanía o el arte, y las ganas de vivir por considerar que el único fin de la vida era el trabajo y el esfuerzo. Anulando cada vez mas su parte oculta con los valores que le habían inculcado de infante y él también había decidido adoptar, pero que no había sabido comprender. Y, se exigió a él mismo, para así poder exigir a los demás, trabajando desmesuradamente, y reprimiendo el amor y la ternura, y sufriendo en silencio, sin más comunicación que la que le creaban los que aumentaban el resentimiento, y lo manipulaban. Y sin saber que el resentimiento es el peor de los pecados, pues es como el perro que muerde que ni suelta el bocado ni lo traga. Y no se confesó del cuarto mandamiento de la Ley de Dios y si lo hizo reincidió una y otra vez, y llegó a buscarse morada eterna separada de su padre, queriendo romper todos los vínculos, sin saber que para las almas no existen las distancias y que el cuerpo es solo un vehículo.
Y quiso imitar al Rey en el dominio de la voz, pero solo consiguió gritos histéricos y calentamientos incontrolados que le perjudicaban más a él que al oponente.

Y, a la muerte del Rey el trono no se ocupó, pues el príncipe siguió siendo solo príncipe, ya que para ser rey no basta con la herencia, sino hay que haber nacido con la condición de serlo, Y el reino se llenó de intrigas palaciegas, el gobierno cayó en manos de validos que solo buscaron su beneficio personal, y se llevó al país al inmovilismo o lo que es lo mismo, a una muerte lenta pero segura. El odio, la venganza la envidia y la locura, como en los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, fueron quienes reinaron.   


Y por presión de su consorte, ya a la vejez, en el reino se crearon alianzas adversas, se manipularon a unos y otros. Y se crearon las condiciones de locura necesarias para dar el gran golpe final: Se destruiría la familia real, les quitarían todos los bienes y no tendrían aquello a lo que a ella había renunciado como condición de su pacto conyugal. Pacto que entonces no le importó firmar, porque, al ser mas joven, esperaba vivir más que él y confiaba en sus artes.
Y tantas fueron las disputas y las intrigas que se crearon en el reino que la poca vida que le quedó al príncipe, pues ya era muy mayor, la vivió en un continuo sobresalto y angustia. Y, sin necesidad, hasta en un estado de miseria, creyendo que viviría eternamente y le podría faltar el sustento. Y lo que es peor: Vivió la soledad, el alejamiento y la pérdida del cariño de los seres que quería, por no aceptar y reconocer, que en su actuación inconsciente los estaba dañando.  

Y la triste historia del Príncipe terminó así. Y su viuda, siguió culpándolo de la perdida de su vida dedicada a él, de su falta de felicidad. Y también a todos los demás parientes, creyéndose ella misma lo que le había hecho creer al príncipe, que todo lo que habían hecho en su existencia había sido siempre por ellos. Y no consiguió su herencia, ni el poder y ni tan siquiera el placer de la venganza, pues aquellos, que en su rencor eligió, como cómplices, le dieron de lado una vez que tuvieron sus frutos. Y ella también sufrió hasta el abandono físico, muriendo en la soledad. Y experimentó, como él, que para caer en el infierno y pagar por nuestros pecados no hay que esperar a estar en la otra vida, porque la otra vida está en esta.


En Granada, 1999
De la colección “Cuentos de Media Noche”

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